Cae la tarde y el sol se marcha sabiendo que esta noche la luna será diferente. En casa nada tiene comparación con este día. Si el Lunes Santo es Sagrado, la Madrugá es la noche más venerable del año. Es la noche de la fe y de los recuerdos que permanecen más vivos que nunca en el tiempo. Todos en mi familia saben a lo que me refiero.

Con todo preparado, pongo rumbo al templo del antiguo Convento del Valle, andando solo y por el camino más corto. Allí me esperan los míos, mis primos y mi tío. Luego, me acerco a los pasos y les hago una primera visita a ellos dos, pero con una mirada siempre especial a ella. El revuelo de capas blancas y antifaces morados no me privan de ver la emoción que se palpa en el ambiente.
Son las 02:30 de la mañana, se abren las puertas, suena La Saeta y un reguero de cirios coloraos avanzan por la plaza. Ya está, comienza así la Madrugá.
Si las cofradías son el testigo de la Pasión, para nosotros la nuestra, la de siempre, la de la Calle Verónica, es el testigo claro de la penitencia más íntima y absoluta. Intimidad que en el fondo no es solitaria porque siempre hay alguien que, sin estar, está y nos acompaña en el camino. El palio de las Angustias es el fiel reflejo de una historia de amor verdadero de alguien que estuvo incontables años siendo sus pies y otros tanto como contraguía. Para eso estamos su familia, para mantener vivo todo lo que nos enseñó.

Disfruto como un niño chico tras la Esperanza, es obvio. Pero mi pensamiento siempre está con él, con su medalla de Los Gitanos colgada del cuello, bajo mi traje de músico, que siempre viene conmigo. Paso la noche manteniendo vivo su recuerdo en mis pensamientos y acordándome también de los míos, de los que están con el antifaz morado y la capa blanca, y de ella.
Manuel Chacón Palomares.
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