Cae la tarde y el sol se marcha sabiendo que esta noche la luna será diferente. En casa nada tiene comparación con este día. Si el Lunes Santo es Sagrado, la Madrugá es la noche más venerable del año. Es la noche de la fe y de los recuerdos que permanecen más vivos que nunca en el tiempo. Todos en mi familia saben a lo que me refiero.
La tarde del Jueves Santo se consuma de una manera intensa preparando los entresijos para la estación de penitencia y todo ello envuelto en un mar de nervios y pensamientos que no te dejan a penas descansar. Sigo siempre el mismo ritual de cada año; papeleta, medalla, estampitas y que no falte ni un caramelo para endulzar la mañana a los niños que recién despiertos van a ver tu cofradía de vuelta. Cuando llega el momento de vestirse con la túnica ahí está ella, mi madre, perfilando cada centímetro y detalle del hábito para que todo esté perfecto.
Con todo preparado, pongo rumbo al templo del antiguo Convento del Valle, andando solo y por el camino más corto. Allí me esperan los míos, mis primos y mi tío. Luego, me acerco a los pasos y les hago una primera visita a ellos dos, pero con una mirada siempre especial a ella. El revuelo de capas blancas y antifaces morados no me privan de ver la emoción que se palpa en el ambiente.
Son las 02:30 de la mañana, se abren las puertas, suena La Saeta y un reguero de cirios coloraos avanzan por la plaza. Ya está, comienza así la Madrugá.
Si las cofradías son el testigo de la Pasión, para nosotros la nuestra, la de siempre, la de la Calle Verónica, es el testigo claro de la penitencia más íntima y absoluta. Intimidad que en el fondo no es solitaria porque siempre hay alguien que, sin estar, está y nos acompaña en el camino. El palio de las Angustias es el fiel reflejo de una historia de amor verdadero de alguien que estuvo incontables años siendo sus pies y otros tanto como contraguía. Para eso estamos su familia, para mantener vivo todo lo que nos enseñó.
Actualmente, por diversas circunstancias vivo una Madrugá muy diferente, más cercana a la Calle Parras, como músico en la Banda de el Carmen de Salteras. Se vive una noche verdaderamente especial. Se nota la alegría y los nervios que desbordan los rostros de los compañeros cuando esperamos en el atrio y se escucha la primera levantá. Cuando sale de la Basílica y camina hacia la avenida, me es imposible no quedarme impactado con tanta multitud en silencio mirando fijamente a la Esperanza. Pasan las horas y conforme avanzamos en la noche es un no parar de gente y más gente que se queda emocionada, incluso con alguna lágrima que otra con solo verla, y así todo el recorrido. Es algo que nunca viví. Es algo impresionante.
Disfruto como un niño chico tras la Esperanza, es obvio. Pero mi pensamiento siempre está con él, con su medalla de Los Gitanos colgada del cuello, bajo mi traje de músico, que siempre viene conmigo. Paso la noche manteniendo vivo su recuerdo en mis pensamientos y acordándome también de los míos, de los que están con el antifaz morado y la capa blanca, y de ella.
Manuel Chacón Palomares.
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