Todo cristiano debe sentir, al menos una vez en la vida, lo que significa estar ante la atenta mirada de Dios.
Yo puedo afirmar que llevo desde el 26 de febrero de 1996, desde que tenía menos de tres años, viendo la cara de Dios. Y es una mirada, un sentimiento, que por mucho que pasen los años y te marque la huella del tiempo…nunca lograré olvidar.
No concibo un Jueves Santo de mi vida sin levantarme por la mañana, nervioso…muy nervioso, pensativo y con ilusión. Mucha ilusión. No concibo un Jueves Santo de mi vida sin seguir la misma rutina. Hablar con mi familia, con esos amigos de siempre, compartir esos recuerdos de años atrás, preparar las estampas, los caramelos y los sueños…
Son las diez. Hay que desayunar, aunque resulta difícil que la comida entre en un cuerpo que es un manojo de nervios y que como una bomba de relojería estallará cuando marquen las cinco y cuarto de la tarde en la plaza de los Carros.
“Venga papá, ayúdame a preparar el antifaz”. “Me lo voy a probar que este año me han retocado los huecos de los ojos”. “¡Qué bonito…qué de recuerdos!”. Me lo quito. Me marcho al salón a preparar las estampas de mi Cristo y de la Virgen del Rosario, alternando alguna también del Señor de la Salud. En la televisión veo la redifusión del Miércoles Santo. Y mientras escucho cómo suena Tres Caídas tras el crucificado de la Lanzada en la Campana…yo sueño ya con que llegue mi momento.
¿Sabéis qué? Desde pequeño siempre decía algo. Cuando vea escrito en la tele “Redifusión” y esté la Lanzada en la pantalla, significará que es Jueves Santo. Lo que son las cosas, ¿verdad?
Todo preparado. Los nervios siguen. ¿Mamá, dónde están los guantes? ¿La medalla está lista? Qué bien huele al pasar esa tela de lana merino…y qué tacto tiene el terciopelo negro. Y eso que nos juega malas pasadas en los calurosos Jueves Santo en los que tienes que soportar al Lorenzo de frente mientras caminas por la calle Correduría.
Llega la hora del almuerzo. No puedo comer nada…no me entra. Los nervios se apoderan de mí…Miro el reloj, las horas no avanzan. Acabo de comer y me marcho a ducharme y a prepararme. En la radio, José Manuel de la Linde narra para “El Llamador” la salida del Cristo de la Fundación de los Negritos. Suenan también cornetas cigarreras en la Antigua Fábrica de Tabacos. Parece que todo va en orden, parece que este año no habrá que mirar al cielo…
Son las tres y media. Me visto. Mi padre me ayuda a apretarme el cíngulo, ese por el que parece que no pasan los años. Cómo pesa la capa…Todo listo. Avanzo por el pasillo, y antes de la foto de rigor en el salón, con mi hermana (que porta también su medalla), escucho “Si te viese tu abuelo”.
Sí amigos. Yo soy de Montesión por mi abuelo, que era monaguillo del Señor de la Oración en el Huerto. No obstante, las circunstancias han hecho que yo no pudiese conocer al padre de mi madre, pero que yo esté ahí cumpliendo con la profecía y vistiendo mi túnica inmaculada.
En mi retina guardo fotografías que se conservan en un álbum familiar negro. Estampas mías de yo de nazareno y viendo cómo mis abuelos posaban a mi lado. Es imposible no emocionarse al invadirte esta nostalgia.
Bajo las escaleras y me encamino hacia el templo. Llegamos a la Alameda. Son las cuatro y cuarto. Un mar de capirotes negros va poblando el barrio de la Feria…parece que es la hora…y es la hora.
Por la calle Conde de Torrejón llegamos a la puerta trasera de la casa de hermandad, en Alberto Lista. Allí un par de hermanos nos examinan que vayamos correctamente ataviados y que presentemos nuestra papeleta de sitio. Me despido de los míos. Me desean una buena estación de penitencia y marcho al interior.
Al llegar, busco por el patio mi tramo. Quinto tramo del Señor. Tomo mi cirio, ese que lleva el codal morado, y espero que el reloj marque las cinco y cuarto. Espero que suene la ovación y todo se habrá consumado. Un año más estaré ahí, antecediendo sus pasos.
Avanzan los tramos. ¡Vamos, el quinto! Caminamos y entramos por la puerta pequeña. Nunca una puerta tan chiquitita ha dado acceso a algo tan grande. Ahí…ahí está. Ahí está Él. No puedo contener las lágrimas. Son cinco segundos solo en la capilla, el diputado nos manda andar. Me emociono mientras escribo esto. Lloro. Pero es que ese Padre Nuestro antes de salir mirándolo me paga todo el año. Bendito consuelo…
Salgo. Hasta la noche no volveré a verlo. Qué duro. Sabes que Él va detrás. De hecho hay momentos en los que si miro hacia atrás lo veo más cerca…Quiero mirarte…quiero abrazarte…quiero rezarte…pero este es mi sitio. Acompañándote…siendo tu nazareno.
Las fuerzas fallan, pero merece la pena. Mis padres me lo han contado infinitas veces. De pequeño, nunca quería abandonar el tramo. Iba con mi varita delante de la cruz de guía y ahí estaba…haciendo todo el camino. Junto a Él. Me sacaban en San Juan de la Palma, pero yo lloraba porque quería hacer la entrada. El año que pude hacerla…no os puedo explicar lo que sentí.
Me apagan el cirio. Llego a los Carros. Y al rato…se oye de lejos el tambor de Redención. Allí está. Allí viene. Ya te veo…Padre. El rostro denota el dolor y el cansancio. La tarde ha sido dura, pero ahí está…mirando al cielo, implorando a Dios y hablando con un ángel al que envidio porque puede conversar con Él de un modo eterno.
Cuando entra en su capilla siento satisfacción, alegría y a la par nostalgia porque todo se ha acabado. Pero le doy las gracias por permitirme estar un año más junto a Él.
Tras mi Cristo llega Ella, la Virgen del Rosario. La “Chari”. La vecina más antigua de la calle Feria. Ella viene dejándose querer, golpeando los rosarios sus varales y diciéndole a todas sus vecinas que no se olviden que el Jueves Santo acabará, pero que ahí estará, esperándola verlas pasar. Y ahí estaba yo, presto a cantar “Rosario de Montesión” cuando Vizcaya mandase la entrada.
Acaba un Jueves Santo. Acaba un año más.
Este 2020 es duro. Muy duro. Es la primera vez en 24 años que no vestiré mi túnica de nazareno. Es la primera vez que no sentiré que es Jueves Santo…o sí. Porque tú, Padre mío, me habrás dado salud para poder estar orando, como cada noche antes de dormir. Dame salud, Padre mío, para que en 2021 y cuantos años más estén por venir…yo sea tu nazareno.
No sé cómo expresar lo que siento. No sé cómo expresar cuánto te quiero…cuánto te rezo. Es un amor que empezó yendo yo en carrito y que espero que acabe cuando no pueda ya caminar. Porque quiero que seas el último rostro que vea antes de subir al cielo.
Llevo una vida ante Ti…y moriré ante Ti.
Fran Guitiérrez Recio.
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