martes, 14 de abril de 2020

El Abuelo de Jaén

Una  tarde de agosto de 1590 un hombre viejo, con aspecto cansado, estaba a punto de sucumbir y apareció ante sus ojos una modesta casería, cercana al Puente de la Sierra. Decidió pedir asilo para pasar la noche. Dijo a los dueños del lugar que venía de muy lejos y se dirigía a Jaén, pero como ya estaba anocheciendo le rogaba que le dejaran pernoctar bajo techo, porque a su llegada a la ciudad encontraría las puertas cerradas. La familia de labradores, muy piadosos y humanitarios, no dudaron un instante en concederle hospitalidad.  

Lo primero que hicieron fue prepararle la cena, que la saborearon en la lonja de la casa, para aprovechar el escaso hilo de viento existente. Mientras comían, el forastero se fijó en un gran tronco de pino que hacía las veces de banco donde sentarse. El viajero se lo pidió para hacer una imagen de Jesús, en agradecimiento a la acogida recibida, ya que desde niño había trabajado con la madera, y en la actualidad ese era su oficio. Pero antes de dirigirse a su habitación para descansar, inquirió a la pareja que trasladara el tronco al dormitorio que le habían asignado, porque nada más levantarse viajaría a Jaén para ver el paño del Santo Rostro, y a su regreso comenzaría con la escultura. 

Al día siguiente, poco antes de la cena, volvió a presentarse el venerable anciano, que relató la impresión que le causó la santa faz de Jesús. Apenas si comió porque estaba muy cansado y decidió acostarse temprano, pero antes indicó a los labriegos que permanecería en la habitación varios días sin salir hasta finalizar su obra. Que no se preocupasen ni entraran en ella hasta que hubiera concluido. Cuando pasaron dos días, el matrimonio estaba intranquilo porque en ese tiempo no habían escuchado ni el más mínimo ruido procedente de la estancia, algo que le extrañaba enormemente, ya que al tratarse de una talla de un madero, tenía que producirse golpes con las gubias y escoplos. Aún así, esperaron otro día más. 

Nada más amanecer ascendieron silenciosos por la estrecha escalera hasta el desván, donde debía estar el viajero. Encontraron la puerta entreabierta, la empujaron suavemente y sus ojos quedaron deslumbrados al encontrar la figura de Jesús, casi desnudo, con el cuerpo ensangrentado y encorvado por el peso de la cruz, la mirada angustiada, dirigida al suelo y la boca entreabierta por el dolor, desde donde escapa un hilo de sangre entre la comisura de sus labios. Cuando se repusieron de su asombro, los labradores buscaron algún rastro del viejo caminante que había realizado tan magnífica obra, pero solo hallaron una nota que les decía: «a través de esta imagen, amarle con todo el corazón, en la seguridad de que nunca os abandonará». 


María Orellana Cózar.
Twitter: @MariiaOrellaana
Instagram: @mariiaorellana

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